En los últimos días hemos conocido una de esas noticias que generan ruido político, molestia ciudadana y un poco de incredulidad. Por un lado, la Dirección de Presupuestos anuncia recortes relevantes a gobiernos regionales —varios de ellos liderados por autoridades de oposición— y, por el otro, se revelan los millonarios bonos entregados a más de 60 funcionarios de la propia DIPRES, algunos entre 8 y 12 millones de pesos solo en incentivos. Una mezcla curiosa: tijera para las regiones, pero cheques robustos para la administración central.
Conviene aclarar algo desde el inicio, pagar bien en la administración pública no solo es legítimo, sino necesario. Si el Estado quiere competir con el sector privado por profesionales de calidad, tiene que ofrecer condiciones que atraigan talento y que retengan a quienes poseen la experiencia y la especialización que la gestión pública requiere. Sueldos competitivos, incentivos por función crítica y bonos que reconozcan resultados son herramientas técnicas que, en principio, cumplen un objetivo sano: asegurar que los cargos clave no queden en manos de improvisados.
El problema surge cuando esos mismos bonos se pagan a autoridades que no han dado el ancho en sus funciones, cuyos errores han sido evidentes y comentados por todos. Ahí la ironía se vuelve insoportable, se premia con recursos públicos a quienes, en la práctica, han perdido credibilidad con sus propias decisiones. No es extraño que la noticia sea escandalosa, lo extraño sería que pasara inadvertida.
No se trata solo de montos, sino de legitimidad. Los incentivos en el sector público solo funcionan si están asociados a resultados medibles y a una gestión eficiente, donde se corrigen los errores. Cuando se convierten en un derecho adquirido, más parecido a un pago rutinario que a una recompensa por mérito, dejan de ser una política de recursos humanos y se transforman en un símbolo de privilegio. Y en paralelo, mientras regiones enteras deben ajustarse el cinturón, el contraste se vuelve caricaturesco: recortes en regiones, bonificación en Santiago.
Es necesario recordar que cada peso mal gastado en incentivos sin mérito es un peso que se deja de invertir en servicios para la ciudadanía. Y que cuando se insiste en premiar el desempeño mediocre, se envía un mensaje peligroso: el Estado no distingue entre quienes cumplen y quienes no lo hacen. Difícil imaginar mayor desincentivo para los buenos profesionales que aún creen en la función pública.
La conclusión es clara: defender buenos sueldos para los funcionarios públicos es sensato y responsable, pero defender bonos millonarios para quienes han multiplicado los errores es sencillamente impresentable. Porque una administración moderna no solo debe pagar bien, sino que también debe rendir cuentas. De lo contrario, estaremos consolidando un sistema que remunera la mediocridad y que se sorprende, con aires de ingenuidad, cuando la ciudadanía deja de confiar en sus instituciones.
por Bárbara Bayolo
El Dínamo