Tiempos, Espíritus y Desbordes

Toda democracia, para constituirse en forma e instituciones, requiere previamente de voluntades, es decir, un espíritu democrático por parte de los actores para dar garantía a la democracia misma. La tolerancia, la libertad de conciencia, la condena y marginación de la violencia, la igualdad ante la ley y el derecho a elegir y ser elegido son parte fundamental de cualquier andamiaje que pretenda sostener la promesa fundamental de la política, cual es convivir en la diferencia. Todo pacto social, por ende, supone como condición fundante para legitimarse realizarse bajo un marco que permita la deliberación voluntaria y libre de todos los actores del cuerpo político.

Justificar o relativizar la violencia, generar presiones que condicionan el resultado de un acuerdo, rumear mañosamente los contenidos pactados para ponerlos en cuestión, aprovecharse de la violencia callejera para intentar acorralar al gobierno, intentar deslegitimar mecanismos que dialogan con los fundamentos de la democracia representativa son actitudes que ya de lejos parecen contrarias al espíritu democrático que debiese fundar el proceso constituyente iniciado. Sorprende también observar durante este último tiempo la ausencia de conciencia de algunos sectores respecto que aquella condición de posibilidad para la democracia pasa por reconocer –y permitir en lo concreto- que la soberanía reside en el demos.

Todos estos datos de constatación abren una hacienda de dudas respecto del imaginario refundacional o constituyente que se ha iniciado en nuestro país. Se ha pretendido transmitir la idea de que es un momento apropiado (kairós), cuando periódicamente recibimos señales concretas (como las que acabamos de repasar) que apuntan a lo contrario. Estamos ante  un acuerdo que parece nadie querer –unos porque asumen haberlo firmado bajo presión, violencia, y chantaje (nueva Constitución a cambio de paz); otros porque sienten la presión de haber cedido en una negociación cuyo contexto sociopolítico daba para ganar más aún; y finalmente una calle que no le importa nada porque es más bien destituyente- y por actores cuya desacreditación es tan grande como la crisis misma. En una de esas, el pasar del tiempo podría terminar devorándose esta oportunidad y lo que pretende engendrar (Krónos).

Ante un escenario (delicado) como este, sólo se puede llegar a buen puerto en la medida que los suscriptores del acuerdo por la paz y nueva Constitución, carentes de liderazgo e ignorados por la calle derogante, operen con la intención de construir un andamiaje –de buena fe- que permita acoger un proceso bajo los principios de la democracia representativa. Pretender conducir forzosamente un asambleísmo o democracia neo-corporativa cambiando las normas del juego (ajenas al espíritu del acuerdo pactado) supone sumar una nueva actitud oportunista de los partidos de oposición que huelen la posibilidad de presionar más aun al alicaído oficialismo. Esta apuesta es arriesgada porque (exponiéndome a la molestia de algunos amigos) la derecha no tiene mucho más que perder. Ya cedió su programa de gobierno, ya cedió frente a la violencia política que se tomó las calles desde el 18/10, ya cedió frente al intento de golpe de Estado.

Pero lo que –al menos- una parte de la derecha no está dispuesta a regalar aún, es la defensa de la actual Constitución, precisamente porque entiende que los principios que ha defendido estos treinta años se fundan en esta Carta Magna, y porque además comprende que el marco de violencia en que se ha gestado este acuerdo y proceso ceden a la administración de la historia que hace una parte amplia de la izquierda: todo nuevo orden se funda (precisamente) en la violencia. Esa derecha entiende que es más digno perder defendiendo las propias ideas que habiendo renunciado a ellas. Eso lo aprendió de Jaime Guzmán.

 

El Líbero, 28 de diciembre de 2019