Entre el fastidio y la memoria

Por Jorge Jaraquemada

Publicado en El Líbero, 23 de diciembre de 2023

 

Hace cuatro años —luego de protestas, tomas y funas promovidas por la nueva izquierda radical surgida desde las universidades— el país comenzó a padecer un conato de insurrección. La consigna aglutinadora fue que Chile era un país muy desigual donde predominaba el abuso. La nueva izquierda levantó esta consigna imputándole a la izquierda concertacionista haber legitimado con sus gobiernos el modelo económico social surgido durante el régimen militar.

Entre los miles de grafitis, edificios e iglesias quemadas, supermercados saqueados, comercios destruidos, las autoridades políticas suscribieron un acuerdo que prometió paz y una nueva Constitución. Ésta sería la panacea que acabaría con los problemas sociales y devolvería la concordia al país. Cuatro años después esa promesa fracasó. Hoy no tenemos lo uno ni lo otro, el país no está mejor y la izquierda no dará por cerrado el tema constitucional. Por eso no debieran olvidarse algunos elementos que marcaron este ciclo.

Los acuerdos no fueron honrados. No haber logrado la paz ni tampoco una “casa de todos” es la demostración evidente que la voluntad política de las izquierdas estuvo lejos de intentar conciliar las diferencias en un proyecto de país compartido al menos en sus bases esenciales. Los mecanismos que configuraron la Convención hipotecaron la democracia representativa y el Estado de Derecho, y dejaron sin defensores a los mejores “30 años” de Chile que fueron avasallados por la izquierda radical, con el silencio cómplice de la izquierda concertacionista. Unas en la calle y otras en la Convención, enterraron cualquier posibilidad de consenso y pretendieron arrasar la institucionalidad, sin detenerse en considerar las eventuales consecuencias para nuestra convivencia.

La extrema izquierda se impuso por las malas y la ex Concertación se mimetizó con ella, angustiada por su mea culpa y embargada de una repentina amnesia. El país vio pasar propuestas que fragmentaban el país y debilitaban los contrapesos y equilibrios institucionales propios de las democracias representativas. La hoja en blanco fue funcional a todas las iniciativas refundacionales. No obstante, la ciudadanía rechazó con amplia e histórica mayoría el texto propuesto por la Convención. Esa contundente derrota no fue suficiente para que —la misma noche del 4 de septiembre— todo el espectro de las izquierdas cobrara la palabra a Chile Vamos para abrir un segundo proceso constitucional.

Este nuevo intento partió con resguardos. Se instituyeron doce bases institucionales o bordes que evitarían los ánimos refundacionales que llevaron al fracaso del primer proceso. Desde el Congreso se diseñó un mecanismo mixto que incluía expertos, nombrados por la Cámara y el Senado para redactar un anteproyecto, y consejeros electos por la ciudadanía que deliberarían y redactarían un proyecto definitivo.

A estas alturas, después de una pandemia que azotó la libertad, salud y economía de las familias, con un sistema político dañado que posibilitó el surgimiento de un parlamentarismo de facto que fue horadando la eficacia de la Constitución vigente, el país había comenzado a sufrir un deterioro económico y, sobre todo, severos problemas de inseguridad que se agudizaron durante el presente año. Esta situación se reflejó en una creciente desafección y desinterés por el nuevo proceso constitucional en curso y en un ánimo de rechazar —más allá de la identidad política de cada uno— cualquier propuesta que viniera desde la política, percibida en franca desconexión con los intereses cotidianos de la gente.

Mientras tanto, la mayoría republicana y Chile Vamos buscaron acuerdos con la izquierda proponiendo un texto que se abría al reconocimiento de más derechos sociales, pero también a la idea de que la gente pudiera elegir su sistema de salud, dónde educar a sus hijos y a qué entidad confiar sus ahorros previsionales. Cuestiones todas con amplio apoyo ciudadano. Pero las izquierdas —nuevamente mimetizadas— no cedieron en lo que ha sido su lucha histórica: concentrar en el Estado la provisión de esos derechos sociales. A pesar del acuerdo de los expertos y de varias fórmulas para armonizar la libertad de elección y el Estado Social que se buscaron en el Consejo Constitucional, no hubo consenso. Para las izquierdas las expresiones de la subsidiariedad y el Estado Social nunca han sido ni serán conciliables.

Se perdió así la opción de que el país tuviera un texto constitucional sensato y moderno. Y, sobre todo, uno que albergaba normas que habrían permitido tener herramientas para zanjar el dilema de la atomización de nuestro sistema político y avanzar en la modernización  del Estado. Ambas cuestiones son del tipo que solamente pueden solucionarse cuando quienes adoptan la decisión no tienen interés personal en el tema ni están presionados por quienes lo tienen. Una reforma al sistema político o al Estado son muy difíciles —si no imposibles— de realizar cuando los incumbentes están involucrados en la decisión, como sería si esto se hubiera planteado o se planteara en el futuro para que el Congreso lo resolviera.

Queda pendiente una reflexión sobre las condiciones de posibilidad que llevaron a abrir tanto el primero como el segundo proceso constitucional, ambos rechazados en circunstancias y por razones disímiles. ¿Era una nueva Constitución la solución a nuestra conflictividad? Luego de tanta deliberación y emociones electorales, finalmente caímos en una suerte de fastidio constitucional o, incluso más, con todo lo que tenga que ver con política. Pero no hay que olvidar que las izquierdas buscarán reabrir esta discusión y si hay algo que parece haber quedado claro es que después de cuatro años desde el día en que el país estalló violentamente, la distancia entre las elites y la ciudadanía no se ha superado. Nuestro país sigue en crisis y la izquierda seguirá fagocitando de ella.