¿Estado social o subsidiario? Entre el amor y el odio

Por Jorge Jaraquemada

Publicado en El Líbero, 29 de abril de 2023

Por mucho que se haya escrito, y a pesar de la contundencia de la evidencia teórica y práctica, la legitimidad del rol subsidiario del Estado sigue siendo discutida en el actual debate constituyente. Y si las izquierdas -ladinas como suelen ser- que están representadas en la Comisión Experta quisieran mantener vivo el conflicto, perfectamente podrían escudarse en la idea subyacente a las bases constitucionales de la supremacía del Estado social.

La posición que han explicitado los expertos de la centroderecha al interior de esa instancia de deliberación de un anteproyecto constitucional puede ser adecuada e incluso lo único razonable de hacer, puesto que, dada la maniquea e incluso maledicente interpretación que algunos proyectos de izquierda han hecho del Estado subsidiario, lo que parece buscar la posición de las derechas es la conciliación entre subsidiariedad y Estado social de derecho.

Esta conciliación -como intentamos explicitar en nuestra columna de mediados de abril- es teórica y prácticamente plausible, en la medida que se pueda arribar a un consenso que establezca, al menos periféricamente, los ámbitos de acción del Estado y de los privados, y también las jerarquías que posibiliten definir cuándo debe regir uno u otros.

Lo que no es plausible es pretender que se establezca, en cada tema y para cada acción, una combinación de ambos para hacerlos compatibles. En efecto, subsidiariedad y Estado social pueden compatibilizarse, a juicio nuestro, cuando se consideran todas las dimensiones del quehacer del Estado en su conjunto, pero no en todos y cada uno de los ámbitos de acción que pueden manifestarse en una sociedad plural. Por eso es necesario jerarquizar.

Por lo tanto, será indispensable, si primero se logra combinar una y otro en el texto constitucional, definir qué ámbito de las prestaciones que implican bienes públicos serán garantizadas por el Estado social y qué otras podrán sujetarse a la lógica del Estado subsidiario.

Dado que las izquierdas han afirmado una visión enfáticamente Estado centrista, existe un grave riesgo para la subsidiariedad que consiste en quedar reducida a una dimensión meramente material de acuerdo con criterios de eficiencia. Por así decirlo, es la lógica del ex Presidente Lagos, quien en los años sesenta escribía, en un libro de su autoría, que “el Estado tenía que traspasarlo todo”, pero que en su ejercicio administrativo no tuvo tapujos en concesionar (privatizar) infraestructura pública, básicamente porque el Estado no tenía los ingentes recursos para realizar obras que se pensaba eran indispensables para el desarrollo de Chile. Esta noción de las izquierdas implicaría que los privados quedarían fuera de cualquier prestación que implique el ámbito de los derechos sociales universales garantizados, pues la izquierda suele confundir esta dimensión con el corazón de un Estado social.

En consecuencia, la coexistencia entre subsidiariedad y Estado social de derecho no será simple en la práctica, por mucho que se teorice al respecto. Para determinar la jerarquía, unos harán primar la capacidad e interés de los privados en satisfacer ciertos bienes públicos y derechos sociales con arreglo al bien común, mientras que otros querrán que prime la absoluta asepsia de intereses privados en la provisión de derechos sociales o, lo que es lo mismo, serán partidarios de una acción monopólica del Estado respecto de ellos.

Este arreglo podrá, tal vez, satisfacer a los empresarios e inversionistas de aquellos rubros ajenos a los derechos sociales donde se permita, por un criterio de eficiencia, la participación o provisión mixta o incluso exclusiva de privados, pero claramente no satisface lo que Jaime Guzmán -ni la Doctrina Social- entienden por subsidiariedad, vale decir, un principio integral del orden social y no meramente económico, que se funda en la primacía de las personas respecto del Estado y el subsiguiente deber de este de servir a aquellas.

La subsidiariedad es primero un límite a la acción del Estado (dimensión negativa) para que no reemplace las actividades de las personas o agrupaciones intermedias de la sociedad y, complementariamente, una demanda al Estado (dimensión positiva) para que intervenga en ayuda de las personas y sociedades para que desplieguen toda su potencialidad e iniciativa. Ambas dimensiones colaboran entre sí, pues lo relevante, al final del día, no es el tamaño del Estado, sino que cuando este se haga presente en auxilio de las personas y sus agrupaciones actúe conforme a exigencias del bien común de la sociedad y no por mero capricho de las autoridades o con un afán de coparlo todo.